La liturgía nos recuerda que llevamos diez
días de Cuaresma y desde el comienzo nos ha invitado a hacer camino, incluso nos ha invitado a discurrir por el desierto de la misma manera que lo hizo
Jesús durante cuarenta días. Y es que el Espíritu
llevó a Jesús al desierto para el que diablo lo tentara.
Y es que ese mismo Espíritu nos lleva al desierto para que nos enfrentemos con todo
aquello que nos hace menos persona y
nos empequeñece, para que enfrentemos
todo aquello que en nuestra vida diaria nos aleja
de nuestro ser y nos distrae de la
atención a lo interior y al otro. Acaso, ¿Creemos que podemos escapar de
nuestros propios “desiertos”? ¿Cuántas veces nos ha puesto la vida frente a
aquello de lo que huíamos con todas nuestras fuerzas? ¿De verdad pensamos que
con negar y esconder nuestros miedos y nuestros lados oscuros podemos caminar y
crecer como personas? Realmente, sólo madura aquel que se ha enfrentado a sus
miedos y a sus oscuridades. Y esa lucha interior (por llamarla de alguna
manera) ocurre en el desierto, en esas épocas de nuestra vida que todos vivimos
en las que tenemos que mirar cara a cara aquello de lo que hemos huido con
tantas ganas.
Voy intuyendo lo importante que es
silenciarse y hacer consciente aquello que durante tanto tiempo he silenciado
por cobardía o por miedo o por ignoracia o por… Sí, así he llegado al desierto
(al que no tenía intención de ir). En un momento “duro” en el que hacer
silencio es lo que más cuesta y hacerse consciente “duele”. Y precisamente es
en ese desierto interior, en ese lugar donde cuesta silenciarse y donde todo el
ser siente “dolor”, donde podemos renacer y donde podemos hacernos “más”.
Jesús era maestro en esto, era maestro en ser “más”. Jesús era cada día
un poco “más”. ¿Quién de nosotros está acabado con treinta o con cuarenta o con
ciencuenta años? Si la VIDA es CAMINAR, es que cada día podemos ser un poco
“más”. Aquí radica la importancia de atravesar nuestros propios desiertos. Si
los atravesamos podremos SER un poco MÁS,
y podremos ser un poco más como Jesús.
La liturgia de hoy nos presenta el relato de
la transfiguración de Jesús en un monte
alto, el monte del Encuentro
diría yo. En los evangelios Jesús se retira al monte a orar y es lo quiero rescatar
de la lectura de hoy: Jesús no está sólo, su Dios que es Padre está con él siempre,
pero de forma especial cuando Jesús acude al monte a rezar.
Por eso, cuando el Espíritu nos lleve hacia
algún desierto interno, busquemos una montaña silenciosa y recogida. Allí silenciémonos,
hagámanos conscientes de lo que ocurre en nuestro interior y con Dios Padre de
la mano renovémonos y seamos un poco MÁS.