¿Cómo podemos amar
a nuestro enemigo?
Sólo hay un camino:
comprenderlo.
debemos comprender
por qué es como es,
cómo llegó a ser lo
que es,
y por qué no ve las
cosas como las vemos nosotros.
(Thich Nhat Hanh)
Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. (Mc. 12,31)
Habían pasado ya tres
años y aquí estábamos en la misma casa que nos vio vivir todos aquellos
acontecimientos en Jerusalén. Habíamos venido a la capital a celebrar la Pascua
y… Sucedió todo tan rápido... Resultó todo tan inesperado… Nos quedamos todos tan
sorprendidos…
Unos días antes
habíamos emprendido camino a Jerusalén, algunos se habían adelantado para
buscar un lugar donde reunirnos y compartir la PascUa. Nada nos hacía presagiar
lo que ocurrió en esos pocos días. Estábamos todos con ganas de vivir juntos este
acontecimiento, nuestro corazón vibraba ante lo que nos deparaban estos días de
fiesta de nuestra liberación. Unos días que queríamos compartir juntos, con
sentido, en esta nueva familia que estábamos formando.
La entrada en la
capital fue un tanto extraña. Jesús montado en un asno, nosotros a su alrederor
a pie con palmas de platanero en nuestras manos. Algunos de los que nos
acompañaban no entendían este gesto y supuso el desconcierto de algunos de los
nuestros, entre ellos Judas (uno de los más cercanos a Jesús) que esperaba que
Jesús entrará en Jerusalén de otra manera muy diferente, aunque por distintas
circunstancias no pudimos saber qué tenía Judas en la cabeza.
Llegamos a la casa y
nos reunimos en torno a la mesa, Jesús se ciñó la toalla y nos lavó los pies, y
después cenamos todos juntos como manda la tradición. Allí estabamos todos: los
doce, otros que seguíamos a Jesús y algunas mujeres, entre ellas, su madre
María. La casa estaba repleta de gente. Después de la cena y de dar algunas
instrucciones, Jesús fue al monte de los Olivos. Algunos discípulos estabamos
allí con él. Jesús se apartó un poquito más y allí intuí que algo no iba bien,
pero no sabía qué era. Ahora, después de estos años imagino que pasaría por su
cabeza: le vendrían imágenes de su entrada en Jerusalén, una entrada humilde y
pacífica (había entre los que le seguían quien hubiera preferido una entrada
con espada en mano). Le vendrían a la mente imágenes de sus amigos y amigas, de
su madre, de la gente que en estos tres últimos años había compartido camino
con él, de… Hacia sólo un momento que había cenado con sus más allegados y ya
había hablado con Judas (no le echaba nada en cara, aunque le dolía su
postura). No era un momento precisamente agradable. ¡Qué ciegos estábamos! No
lo vimos venir y Él tampoco nos dijo nada.
Fue entonces cuando
apareció Judas acompañado por soldados y arrestaron a Jesús. Pedro, que en
ocasiones era tan explosivo, agredió a uno de los soldados. ¡Qué barbaridad! Ciertamente
no entendíamos nada. Jesús tocó al soldado herido con ternura y éste se
tranquilizó, después siguió a los soldados.
A partir de aquí todo
se salió de quicio y se precipitó. En pocos días Jesús había muerto. Nos
quedamos consternados. No acabamos de entender qué había ocurrido y no habíamos
tenido tiempo de asimilar lo allí sucedido. Estamos encerrados en la casa en la
que días atrás habíamos cenado todos juntos. Teníamos miedo. Jesús no estaba
con nosotros y pensábamos que ahora vendrían a por nosotros. Además, algunos habían
empezado a irse y la casa empezaba a quedarse grande. ¡Estábamos tan
desorientados! ¿Qué se suponía que debíamos hacer? Nos reconcomía las entrañas
el sentimiento de no haber hecho nada, aunque ¿qué hubiésemos podido hacer?
Habíamos dejado que lo crucificaran y no habíamos movido un dedo. ¡Qué perdidos estábamos!
Al tercer día de su
muerte, algunas mujeres entraron en casa contando historias sobre Jesús.
También dos de los que habían dejado la casa regresaron de Emaús diciendo que
le habían visto en el camino. Seguíamos en la casa desconcertados más si cabe,
cuando Tomás tomó la palabra. Mientras hablaba la puerta se abrió y… y… y allí
estaba, era Él? Todos guardamos silencio, Tomás también. No sé cuánto tiempo estuvimos
en silencio, pero sé que fue mucho. Al final, muchos nos acercamos con cuidado,
le abrazábamos y entre sollozos, reíamos y llorábamos, y llorábamos y reíamos,
y… Él con sus gestos delicados y sus palabras tranquilas iba llenando de amor
nuestros corazones, como en otras ocasiones. No hubo ninguna mala palabra
contra nosotros ni contra sus captores. Como días atrás nuestras vidas se
llenaron de paz.
Nos dijo que
estuviésemos tranquilos, que no había nada que perdonar, que para que alguien
perdone, debe haber un ego herido; sólo el ego herido, la falsa creencia de que
uno es la personalidad, ese es quien puede perdonar, después de haber odiado, o
resentido, se pasa a un nivel de cierto avance, con una trampa incluida, que es
la necesidad de sentirse espiritualmente superior, a aquel que en su bajeza
mental nos hirió. Solo alguien que
sigue viendo la dualidad, y se considera a sí mismo muy sabio, perdona, a aquel
ignorante que le causó una herida. Y también nos dijo: “Escuchad mis
palabras: Os veo a todos como un alma afín, no me siento superior, no siento
que me hayáis herido, sólo tengo amor en mi corazón por todos vosotros; no
puedo perdonaros, porque sólo os amo. Quien ama, ya no
necesita perdonar. Id y haced todo con amor”.
Entonces, Él se
desapareció.
Habían pasado ya tres
años de esto y aquí estábamos en la misma casa que nos vio vivir todos aquellos
acontecimientos en Jerusalén. Habíamos venido a la capital a celebrar la Pascua
y… Jesús seguía aquí con todos nosotros.
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